Revista Digital de El Quinto Hombre

EL MUNDO DE LOS CELTAS

 

                                                                              

Por Isabel Montoya - Argentina

En el misterio de los celtas hay una paradoja y una ironía. De los muchos pueblos de la antigüedad de los que tenemos registros arqueológicos, es uno de los pocos cuya cultura no desapareció; la lengua de los celtas, sin grandes cambios, sigue viva en Irlanda, Gales y la Bretaña francesa; sus tradiciones orales fueron recogidas por monjes cristianos en libros que cuentan las grandes sagas y son el primer folklore de las grandes naciones europeas modernas; las caras de los celtas, vivamente descriptas por los romanos, se pueden ver hoy en día en todo un continente.

Sin embargo, un gran misterio rodea a los celtas, fundadores de media Europa. Se conocen bien los grandes movimientos históricos de este pueblo, que terminó instalándose en suelo europeo hace 3.500 años. Los celtas venían, como tantos otros pueblos - eslavos, fineses - de Asia, y eran excelentes guerreros nómades. Consumados maestros del arte de pelear a caballo, muy pronto se expandieron por todo el centro de Europa. Las distintas tribus y clanes ocuparon tierras fértiles desde los Balcanes hasta las islas británicas, y se instalaron a lo largo de los ríos Danubio y Rin, bajando a través de la actual Francia hasta el norte de España. En el siglo V antes de Cristo, invadieron Italia y colonizaron la Gala Cisalpina, al norte de Roma y al pie de los Alpes.

Semejante expansión no debe ser confundida con la creación de un imperio, porque los celtas nunca desarrollaron una organización central capaz de gobernar sobre semejante territorio. No cultivaron tampoco las herramientas políticas ni culturales necesarias para formar reinos tan inmensos (ni siquiera crearon su propio alfabeto).

Es probable que en su orden de prioridades nunca figurara formar un imperio: cuando los romanos comenzaron a formar el suyo, en buena medida en territorios celtas, se asombraron de la fiereza con que las tribus defendían sus libertades y su forma de vida. "Jamás fueron esclavos, jamás quisieron esclavos", escribió, con no mucha exageración, un autor latino que los vio en acción.

Uno de los primeros historiadores en nombrarlos fue el griego Estrabón, relatando las incursiones celtas en Italia.

"Una nación que vive para la guerra. Son sencillos a la vez que cultivados, jamás dudan en lanzarse a la batalla y siempre lo hacen con la moral más alta".

Dos mil quinientos años después, todavía asombra la claridad de juicio del historiador griego. "Sencillos y cultivados" es una excelente definición de los celtas.

Nunca fueron grandes arquitectos ni escultores, pero ya en su época exportaban joyería y piezas de orfebrería. Todo de objeto de uso cotidiano era recubierto de sofisticados ornamentos, figuras y espirales.

Para vestirse, los celtas adoraban los colores vivos. Los hombres usaban pantalones, que llamaban brec, de donde proviene la palabra inglesa breeches, que denomina hoy a los pantalones de montar. Como los celtas eran el único pueblo europeo en usar pantalones - los demás, como los romanos y los griegos, usaban túnicas, probablemente nuestra costumbre contemporánea de usarlos nos venga de ellos. Hombres y mujeres usaban camisas de lino, sin cuello pero con mangas largas y apertura en el frente, profusamente bordadas y teñidas de vivos colores.

Un celta, observó Julio Cesar, quien peleó largamente contra las tribus galas, nunca usaba una armadura, lo que le parecía poco honorable.

Con el tiempo, los romanos absorbieron a los celtas de Galia (Francia), Bélgica, Alemania occidental y España del norte, y en muchos casos los reclutaban en sus legiones y como gladiadores. Con el emperador Claudio, en el primer siglo de nuestra era, llegó la hora de los celtas británicos. Pero las legiones se encontraron con su límite en las islas, y sólo pudieron conquistar a las poblaciones del sur inglés.

Escocia e Irlanda fueron doblegadas. Los celtas irlandeses continuaron con su civilización propia, y en el siglo V de nuestra era recibieron con alegría la pacifica 

invasión de los misioneros cristianos, que daría nuevos frutos.

En este punto, hubo una feliz coincidencia entre un rasgo de la cultura celta y otro del catolicismo romano. Los celas no escribían, pero tenían una literatura oral de gran belleza, con obras largas y complejas. Cuando Irlanda se cristianizó, gano el arte de escribir, un elemento indispensable de la nueva religión. En los monasterios se recogieron las sagas antiguas, los poemas y epopeyas del pueblo celta, y se preservó el sabor arcaico de la lengua.

Los primeros padres irlandeses, guiados por el mítico San Patricio, tomaron las tradiciones de los bardos y las fijaron para la historia.

También relataron cómo eran las creencias religiosas - de claro arte animista y mágico y el folklore místico celta. En un caso único en la historia, los triunfantes padres católicos salvaron la religión de los druidas, los extraños sacerdotes celtas. Los druidas constituían la clase intelectual celta, y eran los jueces de las tribus y los clanes y los mediadores entre príncipes.

Los dioses celtas eran muchos. Además de los tres principales existían Cernunnos, el dios de la cabeza de ciervo, Epona, la diosa yegua que regía la fertilidad, y una miríada de espíritus de los bosques, los lagos y las montañas. Al contrario de los romanos, los celtas representaban a sus dioses sólo simbólicamente, porque pensaban que las fuerzas divinas no tenían una forma antropomórfica, sino que eran difusos, espirituales y animaban los objetos de la realidad. Los dioses podían cambiar de forma y habitaban en distintos lugares. Una antiquísima saga, rescatada por los primeros cristianos irlandeses, le hace decir a una deidad que "soy el viento en el mar, soy un salmón en el agua cristalina, soy la lanza victoriosa que combate, soy un hombre que prepara fuego".

Justamente, los irlandeses llevaron a su mayor refinamiento la noción de la metamorfosis. Viviendo en una isla y siendo expertos navegantes, los celtas irlandeses adoraron particularmente a Mannanán, el espíritu movedizo de las aguas. Mannanán era además el custodio del camino del paraíso, que se concebía como una verde isla lejana, "el país de las manzanas", donde las almas justas recibían una recompensa de placeres y diversión.

Esta creencia en una vida después de la muerte hizo que los celtas se esmeraran en la construcción de sepulcros. Así como su espíritu nómade hizo que no les importara crear una gran arquitectura - sus habitaciones eran de piedra con techo de paja - su religión hizo que construyeran tumbas sofisticadas, donde se encontraron miles de piezas de orfebrería, cerámica y esmaltes. Las tumbas más importantes contenían carros de guerra, urnas de bronce y verdaderos arsenales de lanzas, arcos y espadas. Museos enteros, sobre todo en Francia muestran hoy esa magnificencia. 


Para la guerra: Los celtas fueron los mejores guerreros de su época, amantes del oro, el vino y las conquistas. Sus artes se basaban en el trabajo de metales: joyas, armas y piezas como este yelmo del siglo II a.C.

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