Revista Digital de El Quinto Hombre

UNA MUJER LLAMADA...

                                                    ELENA MUSMANNO

                                                                        

Por María Teresa Forero ( Argentina)




Muchos navegantes nos solicitaron que esta sección UN HOMBRE LLAMADO, que siempre se edita en  nuestra digital mensual EL QUINTO HOMBRE, debería tener un capítulo con la incorporación de una PROTAGONISTA FEMENINA; y aquí los complacemos.

Nos tomamos de la mano de una autora, escritora, ensayista, de fama internacional, MARIA TERESA FORERO, para que nos sumerja en el mundo tan especial,  de una mujer extraordinaria, digna de un PREMIO NOBEL DE LA PAZ, que con su larga trayectoria y  con una enorme cantidad de premios internacionales en el mundo de la ciencia, es, además,  un ser humano con unos quilates de espiritualidad y voluntad increíbles,  por ser protagonista permanente de la AYUDA AL SEMEJANTE;  no sólo en su país sino en distintas partes del mundo donde actuó. Un claro ejemplo del nuevo ser humano que debemos crear, entre todos,  en el siglo XXI, como diría André Malraux.

Lean nuestro homenaje a través de la pluma de una sobrina que ama profundamente a su tía, a la cual le profesa también una gran admiración, la misma que sentimos todos nosotros, los que conocemos la labor de Elena Musmanno.

Baste también la garganta apretada por  la emoción y las lágrimas   muy sentidas, que salieron desde lo más profundo de la voz y el sentimiento,  de Fernando Finvarb,  el diputado y Presidente de la Comisión de Cultura  de la Legislatura de la ciudad de Buenos Aires, en el homenaje reciente que se le hizo a esta GRAN MUJER. Con esa actitud, Fernando nos representó a todos los conocedores de la vida excepcional  de esta mujer, orgullo de la Argentina y del mundo. Más que nunca se justificó el nombramiento de CIUDADANA ILUSTRE DE BUENOS AIRES.

Aquí está todo lo que refleja la talentosa sobrina ante la obra y personalidad de su maravillosa tía. Gracias por tu mensaje, María Teresa.

  

 

 

Fue una de las 300 jovencitas que inauguraron la carrera de Nutricionista en la Argentina, allá por los años 30. Sólo 8 se recibieron, entre ellas Elena, con diploma de honor. Eran años de 12 a 14 horas de estudio aún sábados, domingos y feriados, años en los que las mismas alumnas compraban entre todas los libros para la biblioteca. Años en los que el papá, un italiano pequeño y sonriente iba a buscar todas las noches a su frágil Elenita a la salida de la Casa de Gobierno, donde era la nutricionista de un presidente diabético, o a la Escuela Modelo para Infantes, donde preparaba la comida de cientos de niños pobres.


Elena adolescente

   Ganó una beca para estudiar en Harvard. Un día escuchó que un compañero decía que para los becados estudiar era fácil pues no tenían que trabajar. Renunció a la beca y se mantuvo limpiando de madrugada las aulas en las que de día cursaba todas las materias posibles, desde medicina a cinematografía, consciente de que estaba en un lugar de excelencia docente.


Elena, ya bióloga

   De regreso a su Buenos Aires, fue convocada para ir a un hospital entre montañas, un pequeño y carenciado hospital. Elena comprobó que no se recibía ningún nutriente fresco, ni frutas ni verduras ni huevos ni carne ni leche. No había donde hallarlo. Sólo quedaba Chile, al otro lado de las montañas, pero no había caminos para ir. Pidió dos mulas y un guía, y allá fue, durante meses, a buscar comida para enfermos y personal. La cocinera, agobiada por las condiciones de vida renunció. El director del hospital le dijo “Elena, tenemos que cerrar”. Y Elena comenzó a cocinar para todos, además de atender como nutricionista y de ir en mula a buscar comida. Pero el gobierno cerró de todos modos el hospital y ella se fue a enseñar a los Mapuches a lavarse las manos antes de comer, a usar la tierra para labranza, a alimentar a niños y ancianos, a recibir vacunas.

   Trabajó más de cincuenta años como nutricionista para Naciones Unidas, en la FAO, en la Campaña Mundial Contra el Hambre. Le cupo el raro privilegio de tener que ir a las zonas más hambreadas del planeta, donde debía estudiar el suelo, el clima, la tierra, la vegetación. Con lo que había, con lo poco que había, experimentaba hacer comidas saludables y sabrosas. Gracias a su gestión se salvaron 8 países de Centroamérica de perecer de hambre. Aún recuerda las gestiones para conseguir una heladera, una cocina, un techo de hojas de palma; los experimentos con “yuyos” y sus razonamientos “Si los cerdos los comen y no enferman... ¿no servirán para los humanos?”. Y probar una y otra vez hasta dar con la forma de cocinarlo y hacerlo sabroso.

   Fundó en Irán, en los tiempos del mítico Ha, la carrera de Nutricionista. No conforme con dar clases en inglés, o francés, o italiano o español (lenguas que habla), se empecinó en aprender el farzi para poder comunicarse mejor con sus alumnos y con la gente más humilde, sus verdaderos destinatarios. Enseñó en la comunidad en que vivía a no echar aguas servidas a la calle, a blanquear con cal las paredes (ella lo hizo con brocha en el cuarto y la casa donde la alojaban). Poco después, como en un dominó, todas las casas estaban blancas, relucientes.

   Su meta siempre fue llegar a las escuelas, pues a través de maestros y niños se logran cambiar hábitos de alimentación y de salud.

   Comenzó con lo imposible: hacer una huerta escolar en La Rioja, provincia argentina de tierra reseca y calor agobiante. Tuvo que sacar piedra sobre piedra de un terreno inhóspito. Tuvo que conseguir metros y metros de manguera y hacerle agujeritos para traer agua para el riego por goteo. Tuvo que pedir picos, palas, semillas, plantines. Tuvo que asesorar en la siembra, cuidados, cosecha y cocción de lo obtenido con sus correspondientes indicaciones para edades y patologías.

   Hoy hay más de veinte mil huertos escolares en la Argentina debidos al tesón de esta mujercita diminuta, de apariencia frágil y suaves modales. Huertos para los que todavía hoy busca semillas, herramientas, mangueras, y las carga y trasnsporta sola, sin ayuda de ninguna clase, hasta la estación de micros.


Elena diplomada en Harvard

   Durante años atendió gratuitamente en una parroquia de una de las zonas más pobres del Gran Buenos Aires a una grey necesitada de todo, a la que le daba leche en polvo, arroz, lentejas, gelatinas, todo cuanto podía conseguir o cuanto compraba y llevaba cargando enormes bolsos en tren y micro.

   Cuando le pidieron el régimen para la Marina Mercante, pidió embarcarse en un carguero para comprobar cuántas calorías dejaban en tareas y ocios los marinos y así poder establecer una dieta apropiada. Un tifón averió el barco que fue a dar a África. Como eran meses de reparaciones, se fue a Egipto a ver el estado nutricional de la gente ... y a trepar por las pirámides.

   Una tarde de sol en Palestina, aprovechando la soledad momentánea, se sumergió vestida en las aguas del río Jordán, en memoria de Jesús de Nazaret.

   En un camino montañoso de la Patagonia vio sobre las montañas lejanas aposentarse una nave “distinta”. El motor de la camioneta que la transportaba dejó de funcionar. Las luces se apagaron. Con temor preguntó qué era  eso y el conductor le dijo que siempre veía lo mismo, que no tuviera miedo, que en unos minutos pasaría. Así fue. Esa noche intentó comentar la experiencia durante la cena en el monasterio de monjitas –único lugar donde pasar la noche en ese páramo - , pero un certero y subrepticio puntapié debajo de la mesa la hizo callar. A la medianoche, en su cuarto, recibió la visita de su compañera de mesa, una monjita asustada, quien le aconsejó no hablar de platos voladores pues a una hermana que había visto lo mismo la habían derivado a un manicomio. Eso fue hace muchos años, cuando mencionar estos temas todavía era un tabú.


Elena Musmanno con el diputado Fernando Finvarb
al recibir la distinción Ciudadana Ilustre de la Ciudad de Buenos Aires

   Hoy, Elena emplea la mayor parte de su jubilación en comprar ropa, zapatillas, libros de escuela, libros de cuentos, remedios, para los chicos más pobres de su país.

   Ha escrito un libro, La escuela como tribuna alimentaria, que ella misma costeó y que reparte desde hace años gratuitamente a maestros de zonas alejadas y pobres.

   Acaba de recibir el título de Ciudadana Ilustre de la Ciudad de Buenos Aires. Al día siguiente de recibirlo, llamó a quien esto escribe para preguntarle, temprano a la mañana, si le parecía mal que fuera a visitar a una  de las personas que fueron a la entrega de la distinción para llevarle ayuda, ya que supo que tenía necesidades. “¿No se ofenderá?”, preguntó tímidamente.

   Quienes la conocemos creemos estar ante una santa virtual. Los médicos saben que ella les llevará fotocopiados los boletines con las últimas novedades centíficas de la Academia de Ciencias de USA, pues sólo se entregan a quienes son miembros de la misma, como ella lo es. Los chicos del interior, de esas escuelas sin luz, sin techo, sin biblioteca, sin caminos, saben que a la “madrina Elenita” le pueden confiar sus pesares que ella los ayudará. Tanto, que “la madrina” lleva siempre consigo las cartitas con dibujos de los chicos que terminan, invariablemente,  con “gracias por ser como sos”.

   Tan simple y tan enorme como eso: gracias por ser como eres, mi querida tía Elena.

El Quinto Hombre