Revista Digital de El Quinto Hombre

   
EXCLUSIVO PARA EL QUINTO HOMBRE
LA LUZ DE BAPHOMET


Por Diego Arandojo

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¿Qué es la sabiduría? ¿Por qué, durante largos milenios, hombres y mujeres buscaron el conocimiento de todas las cosas que integran este planeta?

 

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            Son preguntas arrojadas al abismo, a la oscuridad más indómita. La respuesta pueril de “porque necesitamos entender el mecanismo de cada parte de la naturaleza” apenas trae una brisa de alivio.
            Toda religión se constituye sobre un paradigma, una verdad construida e irrefutable. Asimismo, cada credo posee un sistema interno, sostenido por los rectores y, en última instancia, por los creyentes.
El ser humano es parte del ajedrez cósmico. No es el principio ni tampoco el final. Tan sólo el interludio entre dos colisiones; la de la creación y la de la destrucción final.

¿Y qué sucede cuando un sacerdote decide buscar más allá de la verdad que le provee su propio culto? Cuando, inspirado o “iluminado”, se quita la vestimenta que le ha servido de abrigo, para andar desnudo por un territorio nuevo. Está pecando. Cada pisada por fuera del perímetro de su religión se convierte en pecado.

En 1118, Hugo de Payens y ocho de sus más fieles compañeros juraron ante el patriarca de Jerusalén velar por la seguridad de los peregrinos que llegaban a Tierra Santa. Así nació una peculiar orden de caballería, conformada como orden religioso-militar: los Templarios.

Con el paso de los siglos, la Orden del Temple fue la mano armada de la Iglesia Católica Romana. Pero también fue la protectora de riquezas ajenas, funcionando casi como el primer “banco”. Hacia el último período de su existencia “legal” (en términos eclesiásticos), los Templarios eran ricos y poderosos. Tal vez demasiado.

 

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                                                               Eliphas Levi

 

La combinación de conocimiento esotérico, armamento, dominio geográfico y arcas repletas no le cayó muy bien ni al Papa Clemente V ni al rey de Francia, Felipe el Hermoso. ¿A dónde terminaría todo el asunto? ¿Cuál sería el futuro del Temple si seguía acumulando poder metálico y místico? Ni el monarca ni el Santo Padre estaban interesados en conocer la respuesta.

En la madrugada del Viernes 13 de Octubre de 1307, después de 189 años de servicio y lealtad, se procedió a la detención masiva de caballeros templarios en toda Francia. Tres mil casas pertenecientes a la Orden fueron intervenidas en una sola jornada. En palabras del Duque de Lévis-Mirepoix: “… fue una de las operaciones policiales más extraordinarias de todos los tiempos”. Así comenzó la cacería.

Luego llegó el Proceso. Los cargos que se les atribuyeron a los acusados fueron: “Apostasía, blasfemia contra Cristo, ritos obscenos, sodomía e idolatría. El postulante (en el momento de la iniciación en la Orden) debía renegar tres veces de Cristo, de Dios padre, de la Virgen y de los santos y santas, y escupir sobre el crucifijo. Luego, desnudo, recibía el ósculo de la iniciación en la boca, el vientre o el trasero, comprometiéndose a practicar la sodomía cuando se le pidiera. Los sacerdotes omitían, durante la misa, las palabras de la consagración, Hoc est Corpus, y enseñaban que Cristo era un falso profeta, crucificado no para redimir a la humanidad, sino en castigo por sus pecados” (Vignati/Peralta, 1975).

Este tupido folio de acusaciones se desplegó a lo largo de los interrogatorios; sesiones donde la tortura era moneda corriente. Cruenta, sanguinaria tortura. Irónicamente, aquellos que durante décadas dieron su vida para proteger la memoria de Jesús de Nazaret, eran ahora apenas un trozo de carne lista para la cocción.

Uno tras otro, los Templarios “interrogados” fueron afirmando aquellas demencias que les imputaban sus torturadores. Asimismo surgió otro dato turbio en las confesiones: “Adoraban la imagen de un ídolo (…) que a veces se mostraba como un ser de tres caras, otras con cuernos, otras en forma de gato negro. Llevaban siempre consigo un cordel previamente depositado sobre éste ídolo” (op. cit.).

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A esta efigie se le atribuían dotes sobrenaturales. Era sabia, excesivamente sabia, y guiaba el destino de los miembros del Temple. ¿Se trataba de un semidiós pagano, heredado de los gnósticos? ¿El pequeño Demiurgo? ¿Lo habían protegido los primeros nueve caballeros, a escondidas de la Iglesia de Roma? Su nombre no era menos intrigante: BAPHOMET.

El origen exacto del término constituye, aún hoy en día, un verdadero enigma. Existen diversas especulaciones. La primera –promovida por Sylvestre de Sacy– se remite a la proximidad entre el nombre Mahoma (Mahomet) con el de Baphomet; teoría “justificada” por la fuerte conexión que tenían los templarios con el mundo musulmán. Sin embargo esta religión es, en esencia, iconoclasta. Está prohibida la adoración de imágenes o ídolos.

Para Joan Argentier (1974): “El Baphomet de los Templarios es un nombre que debe leerse cabalísticamente, en sentido inverso, y está compuesto de tres abreviaturas: Tem Ohp Ab ‘Templi ommum hominum pacis abbas’, el padre del templo, paz universal de los hombres”.
Físicamente, esta entidad es descrita como una cabeza de tez oscura, barbuda, que podía hablar y exhibía gran inteligencia. Cabeza parlante similar a la utilizada –como dice la leyenda– por el joven Gerbert d'Aurillac, que se convertiría posteriormente en el Papa Silvestre II, un proto-científico atraído por el hermetismo. Este habría obtenido poder mágico del entrenamiento brindado por el busto que hablaba maravillas. Su puerta privada a las esferas superiores.

Recordemos la influencia de la imaginación de los torturadores en la gestación iconográfica del Baphomet. Al respecto, el investigador Juan G. Atienza aporta: “Durante los interrogatorios, el freire templario Garcerant, sargento de Montpézat, confesó que los templarios poseían un ‘ídolo’ in figuram baffometi, del que se le había dicho que únicamente por su intercesión podría salvarse. La figura se guardaba, al parecer, en un armario de la bailía, y la descripción general coincidía con una imagen de madera o metálica de un ser barbudo que, ocasionalmente, era andrógino y tenía dos o tres rostros” (1979).

Retomando la supuesta raíz gnóstica de este atroz busto, deidad oculta de la Orden del Temple, Vignati/Peralta expresan: “Otra hipótesis proviene del orientalista alemán Hammer-Purgstall. Deslumbrado por los recuerdos clásicos del Buey Apis o los bíblicos del Vellocino de Oro, trata de demostrar que Baphomet deviene del nombre árabe ‘Bahoumid’, que significa ‘vellocino’. Hay un detalle. No figura esa palabra en el diccionario árabe. Pero, sin mayores explicaciones, Hammer abandona el sentido etimológico de la palabra y se la encaja al culto de los ídolos templarios, diciendo que se trata de una secta gnóstica, deformación de Baphe (tintura, por inmersión) y météos (griego) referente al espíritu, recuerdo de la purificación espiritual por el fuego, bautismo que reemplazaría, de ese modo, al de los cristianos”.

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Baphomet tallado en una catedral gótica y el Papa Silvestre II

 

Bautizados o no por este extraño y a la vez visceral Baphomet, los relatos arrancados por la tortura a los Templarios no pudieron ser comprobados con hechos fácticos.
Las pesquisas realizadas en cada domicilio que fue habitado por los caballeros del Temple fueron inútiles: no había ídolo barbudo alguno. Sobre este punto, J. H. Probst – Biraben nos dice: “En 1309, los inquisidores procedieron a requisar todas las casas del Temple, comandarías, granjas, huertas y dependencias. No se descubrió ningún ídolo: únicamente cabezas y bustos de hombres o de mujeres huecos, conteniendo huesos masculinos o femeninos y cráneos. Se trataba simplemente de relicarios, lo que se llamaba los ‘jefes’. Estaban adornados de piedras, brillaban a la luz de las lámparas y, en consecuencia, podían crear la ilusión para las personas simples, de representaciones aterradoras, de seres fantásticos”.

            Sin pruebas no hay confirmación de ninguna de las hipótesis alrededor de la cabeza parlante. Con el descubrimiento, hacia finales del siglo XIX, de los cofres de Essarois (Francia) y Volterra (Italia), muchos investigadores creyeron haber encontrado, finalmente, al Baphomet. “No se trata de cofres que hayan pertenecido a los Templarios, sino de unas cajas como poseían los médicos de antes, muy instructivas a causa de los detalles rara vez conservados sobre medicamentos desaparecidos, y preparaciones abandonadas hace largo tiempo. Las huellas de alquimia y de hermetismo que allí se encuentran merecen también un atento examen, pero se pueden encontrar otras del mismo tipo, por cierto alejadas de toda comandaría. (…) Las escenas en cuestión son ocho, cuatro por caja, dos pequeñas y dos grandes forman los costados.” (op. cit.).

            En 1855, el esoterista francés Eliphas Levi publicó su obra “Dogme et Rituel de la Haute Magie”. Allí encontramos la imagen más “moderna” que se posee del Baphomet: “... un macho cabrío sentado en un trono y con una antorcha encendida entre los cuernos. En la frente, el signo del Pentagrama, que es la estrella de cinco puntas. Con la mano hace la señal del ocultismo, mostrando hacia arriba la Luna Blanca de Chesed y hacia abajo la Luna Negra de Geburagh. Tiene un brazo femenino y otro masculino: el andrógino de Khunrath. La antorcha de la inteligencia, que lleva entre los cuernos, es la luz mágica del equilibrio universal”.

 

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            No todos pueden alcanzar la luz de este Baphomet, atractivo y destructivo a la vez; él echa las cartas sobre la faz del mundo, en busca de los corazones dignos para recogerlas y comprenderlas.
Es la historia de la caída de los padres de la humanidad. El nuevo jardín del Edén que ofrece un fruto prohibido: el conocimiento o permanecer en la sombra de la ignorancia.